ANTROPOSMODERNO
Sida: El cuerpo inorgánico
José Luis Brea

No hay espacio de la representación inocente. Esto significa: que toda organización de un lenguaje depende de una estructura compleja, tensada, irreductible.

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Sida: El cuerpo inorgánico

José Luis Brea

A Pepe Espaliú, que enfermó de
lucidez en épocas tenebrosas.

http://www.accpar.org/numero1/sida.htm

No hay espacio de la representación inocente. Esto significa: que toda organización de un lenguaje depende de una estructura compleja, tensada, irreductible. Que, por así decir, cada efecto de significancia, cada secuencia discursiva, puede ciertamente remitir a otro orden -pero sólo de manera indirecta, como en un juego desplazado de resonancias, merced a una transversalidad oblicua.

Es impensable una traductibilidad directa, una correspondencia biunívoca, entre dos sistemas. Es cierto que pueden darse ecos y analogías abstractas entre ellos -lo que no tanto justifica cuanto induce el pensamiento de que mutuamente «hablan» de sí, se dan reciprocidad- pero la línea principal de este estar en relación dos sistemas es «interior» (aunque «trascendente» a ambos): diríamos que opera desde la presión o la tensión sistémica con que ese encuentro se cumple desde un orden superior, para otro «mesosistema» que los englobaría y del que ambos esta vez ya no aparecerían sino como elementos, como momentos de una tensión sinérgica -no como unidades cerradas y autónomas. En realidad, es ésta la imaginación transholística que debemos ligar al concepto de complejidad. Toda estructura, toda red sistémica, es algo así como la fijación provisional de un zoom escópico que descubre un juego de tensiones capaz de definir un momento de equilibrio, una «dirección de reposo» -por debajo (o por encima) de la cual todavía podemos presentir otros tensamientos, otra organización de la inestabilidades que requerirá variar el foco del zoom a quien pretenda intuir la nueva ley, la nueva «dirección de reposo».

Es, así, la interdependencia mutua de toda fuerza que participa en el juego lo que, en realidad, más interesa. Son, por así decir, las fuerzas horizontales de todo sistema las que determinan su potencial de significancia: es esto lo que significa que «ningún lenguaje es inocente», que ningún espacio de la representación es inocente.

Hasta tal punto esto es así que incluso debemos rechazar la tentación de pensar que pueden existir verdaderas relaciones «verticales»: que «algo» puede hablar de «algo»; que, por ejemplo, un lenguaje podría representar el mundo, lo real. No existe tal cosa de una manera específica, y cualquier encuentro virtual entre un efecto de significancia y un referente es no otra cosa que el indicador de presencia de un juego articulado de fuerzas en el que ambos se conjugan horizontalmente, en un mismo plano. Otra cosa es que ese plano, ese auténtico «espacio de la representación», sea directamente perceptible a la conciencia; o, más exactamente, pueda resultar representable para el propio lenguaje que de él obtiene el beneficio de la eficiencia. Que, ciertamente, no lo es.

Pero lo fundamental es, entonces: que la eficacia de un lenguaje depende no tanto de la suposición de una ley de correspondencia entre él y lo por él representado, cuanto de la virtualidad de existencia de un plano desplazado en el que tanto él como lo representado se jueguen tensión mutua, puedan organizarse y articularse como multiplicidad efectiva, espejearse en la oscura geometría de una constelación tensa, reticular.

Dicho de otra manera, que sólo porque, por ejemplo, un orden simbólico engrana en un mismo plano las tensiones relativas de lo real y lo imaginario puede darse algún encuentro que induzca el pensamiento de la correspondencia entre nuestros deseos y los objetos reales que aparentemente lo satisfacen; que -nuevamente, en abstracto- sólo por la mediación de un espacio tercero que los abarca puede entre dos sistemas cualesquiera producirse la ilusión de la representación. Dicho de una tercera manera: no hay representación, sino síntomas, indicadores de estado de la red a la que un signo pertenece -en la que un signo rinde eficacia esporádica, mejor diríamos. Dicho, para terminar, todavía de otra manera: que no hay lenguaje nunca, sino sintomatología, ideologías, el tráfico interesado de las lenguas y los decires.

Y no deja de ser importante constatar que bajo semejante perspectiva la no-inocencia que puede decirse de cualquier espacio de la representación debe al mismo tiempo declararse no-culpable: pues nada es traicionado ni violentado. Falta, por así decir, el cuerpo del delito, la «verdad» supuesta a la que cualquier construcción fallaría. Como, en efecto, ha escrito Slavoj Zizec, «la ideología no sirve a nada». Sino a sí misma, reinando en todo lugar.

No existe el cuerpo. O mejor: el cuerpo no es real, no es «sólo» real, digamos. Como tal, como «sólo» tal, no sería sino un desorden, una dispersión de órganos rotos, un laberinto y una acumulación de lugares y funciones faltos de concierto, inarticulados, una eventualidad fundida y extraviada en el magma de una totalidad confusa de la que no se distinguiría. Es preciso pensar su pura estructura biológica como redoblada, o mejor desplazada, sobre un imaginario cuerpo sin órganos en que la inflexión mutua de éstos se resuelve en una articulación compleja, estable -cuando menos, provisoriamente estable. Es ese segundo (hablemos así, por ahora) cuerpo virtual el que retiene unido y compacto, sometido a tensión orgánica, este cuerpo real que el bisturí podría cortar, separar. Como todas las cosas del mundo, es en su constelarse donde radica su organicidad, su estructuración, su figura separada y operacional. En el cuerpo, es éste orden -en realidad, no se trata de «otro» lugar, de «otro» cuerpo: sino del único pero contemplado ahora al nivel de organización- el que regula toda posibilidad de autoconciencia. De hecho, no deberíamos hablar nunca de pensamiento más allá de esta eficacia recíproca de las partes -de todo, por igual. La potencia de pensamiento del cuerpo y su constituirse como tal se dan, así, a la vez (es por ésto que hablar de «dos» cuerpos -uno biológico, otro virtual, imaginario, orgánico- sería radicalmente inexacto, impreciso), en una sola operación. El cuerpo es al mismo tiempo unidad de acción y pensamiento, operativo capaz de actividad biológica y de conciencia, sólo y precisamente en tanto estructura y organicidad -es decir, en tanto que no sólo real, en tanto que, también, imaginario.

«Agradezco al sida esta vuelta impensada a la superficie, ubicándome por primera vez en una acción en términos de Realidad. Quizás esta vez, y me es indiferente si se trata de la última, mi hacer como artista tiene un sentido pleno, una absoluta unión con un límite existencial que siempre rondé sin conocerlo del todo, bailando con él sin nunca llegar a abrazarlo»1.

En un texto terrible y enigmático -«a mayor significación, mayor sujección a la muerte, pues es la muerte la que excava más profundamente la abrupta demarcación entre la physis y la significación »- Walter Benjamin establecía la estrecha relación que liga significación y muerte. Sólo ahora, quizás, podríamos leer con toda radicalidad lo que esa sugerencia representa. No otra cosa, en realidad, que la equivalencia misma de la significación y la presencia de la muerte: que «significación» no es, precisamente, sino la tensión potencial y dinamizadora del ser de un sistema en el tiempo que se distingue de la rala fisicidad sólo por serle atribuible la eventualidad de su muerte -que sólo, de hecho, le concierne en tanto quiebra profunda de esa organicidad; en tanto acontecimiento puro que la afecta -y, precisamente, en el orden del imaginario, de su «significación».

Es ahí donde también el hallazgo del artista resplandece con el brillo de una lucidez terrible, inescrutable. En su doliente agudeza, se le hace evidente que es la presencia de la muerte la que devuelve lo real -y al mismo tiempo, entonces, la que carga su actividad con la plenitud del sentido. Más allá, la conciencia cobrada de ello -y es eso lo verdaderamente espeluznante- le reporta una profunda indiferencia hacia la eventualidad efectiva de la misma muerte. Pues si ella, en efecto, introduce el sentido al desviar la totalidad de la vida del sujeto hacia un espacio no-real, no puramente real, acorporal, imaginario -cuerpo sin órganos, espacio de tráfico del sentido y el discurso-, sólo ella puede también devolver a lo real, rescatar la existencia del sujeto desde aquél nivel de organicidad que es el que su eventualidad pura interrumpe -y quizás, devolverle al abrazo de lo mineral, de la totalidad de la que ella misma le había arrancado. Pues ella sólo acontece en el lugar en que el cuerpo se disuelve, inorgánico.

Es así que el sida, pudiendo ser efecto y proyección del desvanecimiento del sentido en la vida psíquica del cuerpo organizado -y potencia efectiva de dispersión de sus órganos, por tanto- puede al mismo tiempo constituirse en ocasión y lugar de reposicionamiento de la vida del sujeto en el orden puro de lo real, existencial, y en experiencia vívida de la plenitud del sentido. En tanto exclusión impenitente y cruel de toda credulidad en los órdenes del imaginario -en que el sueño de un sujeto constituido, de un cuerpo organizado, encontraban sustento.

Aceptemos como hipótesis que toda enfermedad pertenece a una época, que está sometida a la determinación epocal de los lenguajes que atraviesan el cuerpo, que le configuran como depositario de una vida psíquica. Aceptemos que una enfermedad es así un acontecimiento de orden técnico y que, por tanto, expresa un momento, e incluso un «progreso», civilizatorio -no menos ella que los ceremoniales que alguien pueda emplear para curarla-, el estado de desarrollo de una tecnología de relación de lo humano con la vida. Digamos: que la enfermedad es, en toda su envergadura, un hecho social, que antes y más debería ser objeto de las ciencias humanas, sociales o del espíritu -que de la biología o la medicina, o cualesquiera ciencias «naturales». La enfermedad, es preciso decirlo, no pertenece al ámbito de éstas -como tampoco lo hace la muerte.

Esto significa, mucho más allá de la idea de la enfermedad como metáfora, que toda enfermedad no es otra cosa que una pura y efectiva producción de síntoma, la escritura quebrada de un anudamiento, de una tensión genérica: el borde en el que desborda la presión centrípeta de una constelación significante. Si se quiere: la expresión aflorada de la incompleción y dificultad de un sistema para compactar la circulación del sentido en su interior. La declinación específica de lo inclausurado de una visión del mundo -en el lugar preciso en que ésta se ejerce en su concreción: un cuerpo.

Es así que la enfermedad pertenece por entero al orden de lo simbólico -allí donde la circulación de éste se rompe, allí aparece el síntoma- y que lo que la enfermedad manifiesta es siempre algo acerca de éste: del universo y el orden de lo simbólico. Para allí, reconocer lo fallido de la instrumentación colectivizada, agenciada por la Ley en que se conjuga el Otro genérico, donde pretende anudar e inscribir en el orden de lo real y el cuerpo orgánico la presión y la pasión de perennidad que se proyecta desde el imaginario. Así, la enfermedad es siempre un mentís a la cultura que organiza un cuerpo, que inscribe en él la imaginaria potencia de una estabilidad virtual: la enfermedad no es otra cosa que esa propensión a lo inorgánico y el desordenamiento que reintroduce en el orden de la consciencia, del espíritu, de la cultura, la ley misma que rige en el orden de la naturaleza, la de la caducidad de todo. No otra cosa que la demostración palpable y brutal de que la suposición de que la vida psíquica estaría regida por el principio del placer, o si se quiere por el de la conservación de la entidad, es, en realidad, sólo éso: una suposición.

Insistamos todavía, por un momento, en la dimensión social, socializada, simbólica, que posee la enfermedad.

En realidad es ella la que hace legítima toda reivindicación de los «afectados» -no importa en realidad cuál sea la enfermedad- contra el «cuerpo social», contra los representantes de la sociedad que ellos habitan, en la que «padecen» la enfermedad. Hay en ellos una intuición afinada de su verdadero carácter: no hay ningún desorden «axiológicamente neutro», inocente, puramente «del cuerpo», por así decir. Sino que es la escritura que en éste imprime un orden de convicciones, una constelación reguladora de la relación del sujeto con el mundo, la que es fallida, la que no se consagra en todo lugar a la estabilidad, a la «felicidad» del sistema -tal vez porque sólo de esa manera misteriosa cumple a otro fin quizás más alto: el de una conservación, una estabilidad, una tendencia al equilibrio que no se resuelve a un sólo nivel, en un sólo orden de las intensidades: sino en todos a la vez, bajo una perspectiva transholística, como más arriba la hemos llamado, bajo la perspectiva multiplicada de la extrema complejidad.

Es preciso acabar de comprender así que el cáncer o el sida no son menos hechos-de-carácter-social, menos efectos civilizatorios, que, por ejemplo, los accidentes automovilísticos, la videoconsolomanía o la pasión por visitar museos la mañana de los domingos. Males que refieren y sintomatizan una visión del mundo enfermiza, consumada en su pecaminosidad; expresiones, de la ineficiencia con que una organización simbólica de las formas de habitar la existencia provee a sus desgraciados hijos.

Desvalimiento. Desvalimiento del estar del hombre en el mundo. Ineficacia de sus instrumentos de interpretación, de designación, de dominio del mundo. Incapacidad para nombrarlo adecuadamente -de sus lenguajes. Impotencia para someterlo sin dañarlo, para instrumentarlo -de acuerdo a una intuición global, ecológica en sentido etimológico- sin erosionarlo irreversible y gravemente -impotencia de sus técnicas. Insuficiencia, en definitiva, de las mediaciones para proveer formas de organización de la existencia que resuelvan el conflicto de la vida, su dificultad -insuficiencia global, en definitiva, de la cultura, pérdida de su valor simbólico, de su poder de producción de una esfera de consistencia capaz de dotar a sus habitantes de instrumentos para mantener ligados sus sueños y su realidad, los territorios de su deseo y el de su experiencia ...

He ahí todo lo que representa el sida.

Pero la palabra «representación» es aquí inadecuada. He ahí -deberíamos más bien decir- todo lo que sintomatiza el sida, aquello con lo que el sida hace red, engrana, forma sistema. Y aún esta descripción es inadecuada. Más allá: he ahí todo lo que el sida es -esa inmunodeficiencia adquirida de todo un orden de inteligencia del mundo, de toda una cultura, de todo un impulso civilizatorio... tal y como se proyecta sobre los usos que sus hijos pueden hacer del cuerpo que en su abrigo les es dado construirse, agenciarse.

Inmunodeficiencia. Carencia de argumentos para resistir el impulso disgregador, disolutorio, entrópico -que la Naturaleza, implacable, enarbola contra la ilusión de la cultura. Incapacidad del sujeto para regenerar sus fuerzas de cohesión interna, para producir mecanismos de autodefensa -allí donde los protocolos de su organicidad, su imaginario cuerpo sin órganos, carecen ya de fundamentación, de soporte. Incapacidad del sujeto para autoproducirse, abandonado de la provisión simbólica que toda una textura cultural ha dejado de aportar. Incapacidad del sujeto para «conservarse» en sí, para complicar y consolidar el tramado de su asentamiento en un cuerpo, contagiado del escepticismo que desfonda su estructura -desde su articulación genérica, general.

Es por ello que una discusión acerca de la naturaleza exógena o endógena de la enfermedad carecería de sentido. Sin duda la adquisición de la inmunodeficiencia tiene lugar por obra y presencia de un factor adquirido, ajeno al propio cuerpo del sujeto afectado. Pero el desarrollo de la «enfermedad», del síndrome, es en su totalidad interno: se refiere a la propia incapacidad del cuerpo, del sujeto, para protegerse, para «querer» autoconservarse. De ahí que, quizás, lo más acertado sería interpretarlo en términos de síndrome filógeno: no ya como plaga o epidemia específica: sino como auténtica enfermedad de la especie, de la época. Como enfermedad consistente, precisamente, en la imposibilidad de sentirse el individuo parte de una especie, de un género -el humano. Como un síndrome, por tanto, patrimonio de la humanidad -quizás, ahora sí, en sus últimos días.

Con más precisión. Se trata de la consecuencia de una falla generalizada del orden de lo simbólico, de la quiebra y pérdida de consistencia de ese espacio que permitía el asentamiento en el cuerpo real de la organicidad que daba sustento al sujeto. Y no es necesario insistir más en la naturaleza social del lazo que tensa ese orden: él se constituye, en efecto, en la producción que una identificación radical con el Otro sedimenta. Es ésto lo que el sida sintomatiza radicalmente, la impresencia del otro, la inidentificabilidad con el otro, en el otro -la rotura de toda socialidad. Y es por ésto que su carácter epidemial, de plaga, va más allá de la mera circunstancia de ser extremadamente contagioso y hasta la fecha incurable: es una enfermedad radicalmente colectiva, totalmente colectiva, social: es la enfermedad y crisis misma de la socialidad de modelo de constitución de la subjetividad .

Es preciso extraer con toda radicalidad las consecuencias políticas que una observación tal conlleva. No se trata ya de reclamar de los Estados una acción con vistas a proteger los intereses de un sector «determinado» de los ciudadanos -empieza por fin a ser obvio lo ridículo de la calificación de «grupo de riesgo»-, ni siquiera de reclamar una acción urgente en términos del derecho al bienestar o al bien común. Sino, más allá, de exigir responsabilidades a quien todas las ostenta en este caso: pues el sida no es otra cosa que el terrible efecto que en la vida del ciudadano produce la insuficiencia de definición de la cultura de un tiempo, de una época -la nuestra. El sida, sí, es el daño brutal que la pobreza rotunda de la visión del mundo que los Estados administran produce en quienes la habitamos.

Es «su» enfermedad, tal y como nosotros, todos nosotros, tenemos que sufrirla. Es la enfermedad, sí, de un cuerpo social que, mal constituido ahora, ya no nos sirve más como modelo para construir el nuestro, para mantenerlo siquiera unido, para lograr habitarlo -como orgánico.

El sida rompe la tensión vertical por la que se supone al alma habitando un cuerpo, según la sempiterna metáfora del fantasma en la máquina. Es el cuerpo sólo, definitivamente, el que piensa -el que existe- en una tensión orgánica que se manifiesta como puro momento de equilibrio inestable sostenido por su inclinación de caída hacia el lugar en que obtiene destino y sentido -su disolución intuida como tal. Así, el espacio de la conciencia resulta poblado exclusivamente por la misma inscripción sinérgica del cuerpo -como sistema- en un orden de sistemas más extenso, que en él se proyecta y reverbera. Es así que las imágenes que constituyen su registro específico no provienen de un lugar aislado y distinto, sino que son pura contaminación, pura exterioridad. Es por ésto que el sida rompe (al tiempo que el del sujeto) el sueño del lenguaje -como lugar separado. Es por ésto que el sida pone en evidencia que no hay lenguaje puro, sino contaminación de todos los lugares unos por otros -como fundamento supremo del mundo, del ser, como comunicación completa. Es por ésto también que el sida liquida la ilusión de un lenguaje que no sea ideología, organización interesada de los significantes conforme a un cuerpo de relaciones siempre más amplio, más abarcante. Y su poder disolutorio se expresa precisamente como detonador de la evidencia de la heterogeneidad que constituye a ese lugar más amplio en que todo sistema se expande -para perderse, no para reconocerse, para saberse distinto, no «igual a sí».

Así, si el sida dice -es, por entrar en esa red que se autorevela como anudamiento de lo distinto, en régimen de extrema complejidad- el fin de las ideologías (la desconfianza rotunda en el discurso, en la metáfora: entre ellas la del propio sujeto como anidador del cuerpo), lo dice desde cierto reverso. Fin de las ideologías -porque toda organización discursiva, significante, es precisamente eso, y sólo eso: ideología, trama entreverada de los ecos y los intereses creados.

Y fin de las figuras de la conciencia, porque toda figura de la conciencia sólo en apariencia es idea: sino efecto de superficie expresivo de la tensión de red que su inscripción en una estructura general, siempre más amplia, le hace participar.

«Hybris es hoy toda nuestra posición en relación a nosotros mismos, puesto que realizamos experimentos sobre nosotros mismos que no nos permitiríamos sobre ningún animal»2.

El sida es la disolución del lazo social, la del lugar en que la confrontación con el otro todavía podía permitirnos imaginar a un igual -por lo tanto, imaginarnos a nosotros: constituirnos en tanto sujeto. Y ello proyectado sobre el espacio del propio cuerpo, individual, efectivo, real.

No es casual, por tanto, que su transmisión se produzca precisamente en el ejercicio de los rituales en que el sujeto socializa su gozo límite -su experiencia de pertenencia a la colectividad, de transmisión y participación de un existir común, compartido- precisamente en los márgenes del discurso, allí donde el valor de éste ya ni se pretende: en el éxtasis oscuro de la droga, en el del sexo. En esos lugares límite, la muerte del sujeto -en verdad, su nunca constituida existencia- se anticipa, en efecto, se «comunica», se socializa. No puede entonces resultar extraño que allí, en el seno de esa experiencia de participación en un cuerpo sin órganos que no consiente sostener ninguna fe en la posibilidad de consolidar felizmente un proyecto de subjetividad sobre el espacio efectivo de un cuerpo real, que allí precisamente se asista al rompimiento irrevocable de ese sujeto -entregado entonces a su destino en el húmedo abrazo de lo mineral, la negra realidad efectiva de su verdadero cuerpo inorgánico. Pues es en la quiebra de la posibilidad de la identificación con el otro genérico, con el gran otro, donde esta enfermedad -de lo simbólico, del imaginario socializado- ancla toda su fuerza.

Y lo que ella detecta, lo que ella sintomatiza, lo que ella registra, es el acontecimiento cumplido de un desplazamiento del valor de la cultura, de nuestra cultura. El acontecimiento por el que ella se ha convertido de soporte constituyente de la subjetividad y organicidad del cuerpo -en inoculador suicida de un principio casi genético por el que esta ley dorada de autoprotección, autoconservación, se invierte -como si hubiera tocado el código más profundo de lo celular, de lo biológico- e instruye ahora para inducir la más rápida desorganización. Como si algo más fuerte que nuestra cultura -una especie de alto desafío darwinista, un mecanismo de selección salvaje- hubiera decidido llegado el momento de superar nuestra especie, poner a prueba de fuego todos los mecanismos con que ella había diseñado sus estrategias de aferramiento a la vida.

De «nuestro» aferramiento a la vida, a través de ella.

«El artista es una paradoja, pues configura la mirada de los otros para continuar él mismo en una completa ceguera»3.

Poder del arte: la ofrenda de lo simbólico, su renovada producción social. La oscura cámara de los carrying de Pepe Espaliú como receptáculo de ese cuerpo inorgánico que aloja al imposible sujeto. En su negro seno vacío, viaja seguramente el hombre desvalido, sin rostro, poblado por legión, innumerable e incompleto. Oscura cuna-féretro que le transporta es la «escultura» del artista: espejo en el que mirarnos como habitantes, sin rostro ni nombre, sin cuerpo, de este mundo. Extraño vehículo para recorrer la vida, hacia la nada, desde la nada. Encallado en corredores oscuros, suspendido en torreones inmóvil, la falta de figura y rostro dice la forma del ausente, el innombrable, ése que todos -no siendo- somos.

Pero no se narra sólo ese desvalimiento, esa ausencia, esa inútil pasión de ser: sino también la única pobre verdad que desde esa penuria extrema del ser que es su condición -nuestra condición, nuestra actualidad- puede todavía salvarnos, retenernos. La pobre verdad que sólo nos dice como organismo mas allá de nosotros mismos: en el otro. A él el artista entrega sus últimos días, en silencio. A él, en ese ceremonial colectivo en que su cuerpo se recupera a sí mismo como real -sólo llevado por los otros, como cuerpo circulado y participado por los otros, por el Otro.

Es ésta, por último, la lección -o la dádiva, el don- que el artista nos brinda: su cuerpo mismo entregado y devuelto a lo real para advertirnos de -para hacernos ver- la escalofriante emergencia de una condición en que nos desvanecemos, en que sólo somos dejando de ser. Y sólo en esa producción simbólica de socialidad que su sacrificio ceremonializado extiende podemos arañar miligramos de realidad, esa dosis mínima de organicidad que nos permite volver a hospedarnos, cuando menos temporariamente, en este cuerpo -que como nos es mostrado, no existe.

Su ceguera por nuestra visión, su inorganicidad excéntrica por la carga simbólica del lugar social que él recorre. Su pasión muda -»muestra tus heridas»- a cambio de algún fogonazo de intensidad, de una oscura iluminación profana -dejada «para nosotros». ¿Acaso no es este acto ya, no tanto revelación -cuanto auténtica cura, experiencia de la extrema innecesidad de cualquier truculencia a la que llamar «salvación»?

«Entretanto, hemos reflexionado mejor. De todo esto no creemos ya ni una palabra»4.

El sida no «representa» nada, no «dice» nada, no es metáfora -si acaso de algo, metonimia- de nada. Efectúa en el mismo cuerpo una condición, un estado del sujeto: su inorganicidad. Y la efectúa de manera irrevocable, como el despertar de un sueño -aunque ese despertar sólo se dé al hallazgo irrebasable de un «soñar sabiendo que se sueña».

Puesto que, más allá de efectuar un «estado del sujeto», lo que está efectuando es su desvanecimiento como fantasmagoría retenida y producida por todo un programa -el de la metafísica occidental- ahora derrumbado.

Puesto que, más allá de efectuar un «estado del sujeto», lo que el sida está «efectuando» es esa misma caída de la metafísica -tal y como ella retumba en el entorno de la subjetividad- y de todo aquello «en lo que ya no podemos creer»: aquella ontología para la que existirían los hechos y no sólo las interpretaciones -el lenguaje y no sólo las ideologías, si se quiere.

El mundo, o el sujeto, -como separado del lenguaje, como trascendental a la estructuración reverberante de todas las cosas como producidas las unas por las otras. Así, ella sería el reverso airado y vengador de la enfermedad de las cadenas, del nihilismo europeo, su venganza póstuma -allí donde el anuncio de la muerte de dios nos ha precisamente inmunizado: allí donde «no podemos creer ya más». En el lugar de un sujeto que, rota toda aspiración de universalidad en la cultura, perdida irreversiblemente toda su fuerza simbólica, experimenta en propia carne la disgregación de lo social, el fracaso radical del lenguaje, la crisis absoluta de todo lo humano, su mismo devenir inorgánico.

Consideremos ahora, para terminar, la lúcida sugerencia de Vattimo, según la cual «la condición ultrahumana del sujeto escindido no se configura sólo como tensión experimental de la vanguardia artística del siglo XX, sino también y sobre todo, creo, como la condición «normal» del hombre posmoderno, en un mundo en que la intensificación de la comunicación (liberada tanto a nivel «técnico» como a nivel «político») abre la vía a una efectiva experiencia de la individualidad como multiplicidad». Ella pone de manifiesto lo incalculable de las consecuencias que ese experimento -el del heroísmo, para emplear todavía la denominación nietzscheana- nos depara como «hombres» -quizás, en efecto, como hombres póstumos. Tal vez de lo que se trata, a estas alturas, es de empezar urgentemente -pues es obvio que nos encontramos en un auténtico estado de emergencia- a trabajar en el desarrollo de las estrategias que nos permitan habitar ese nuestro irrevocable lugar -el del cuerpo inorgánico- activamente, como multiplicidades -pero ciertamente potenciadas.

En definitiva: de producir esa forma nueva de cultura -si a forma de tal verdadera novedad pudiera aún convenirle ese nombre- en que debería empeñarse todo el esfuerzo de la tantas veces invocada «política mundial cuyo método debe llamarse nihilismo» -en cuya aventura terrible y misteriosa se haya toda nuestra fortuna embarcada.


Notas:

1 Pepe Espaliú, «Retrato del artista desahuciado», recogido en En estos cinco años, Estampa, Madrid, 1993.

2 Friedrich Nietzsche, La Gaya Ciencia.

3 Pepe Espaliú, op cit.

4 Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos, Alianza, Madrid, 1984.




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