SOBRE LAS ?IDENTIDADES SOCIALESNEGATIVAS? EN PAISES LATINOAMERICANOS COMO EL NUESTRO

Ricardo Malfé

Publicado el: 2003-08-08

    


Para muchos de los argentinos que presenciaron por televisión los acontecimientos del 11 de septiembre, se mezclaron la piedad y el pasmo con el ...

 

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SOBRE LAS ?IDENTIDADES SOCIALES
NEGATIVAS? EN PAISES LATINOAMERICANOS COMO EL NUESTRO

Revés de la trama de aquel fabuloso ?ego? argentino

Una ?enfermedad psicosocial que produce estragos incalculables?
es, según el autor de este ensayo, la ?tendencia a la autodenigración?que, en la mayoría de los países latinoamericanos, lleva a construir la noción de ?identidades sociales negativas?.

Por Ricardo Malfé*

Para muchos de los argentinos que presenciaron por televisión los acontecimientos del 11 de septiembre, se mezclaron la piedad y el pasmo con el miserable alivio de verificar que no somos los únicos en padecer ?riesgo país? (aunque el lenguaje común incurra aquí ?tiene todo el derecho de hacerlo? en una vulgarización o distorsión del término que impuso la jerga financiera).
¿Qué conjunto de circunstancias hizo posible tan molesto sentir, en apariencia bastante extendido?
Podría aducirse que para explicarlo basta con la constatación de que vivimos en tierra devastada por una catástrofe social que podemos atribuir, en última instancia, a la ferocidad de ese sistema financiero muy bien simbolizado, en términos de un ?pensamiento visual?, por las desaparecidas Torres Gemelas.
Sin embargo, para entender mejor cierta cualidad de las reacciones subjetivas que provocó esa tragedia mediatizada, así como otros sentimientos desdichados que caracterizan desde hace tiempo la psicología colectiva de los argentinos, puede resultar útil explorar algunas implicaciones de un concepto que circula en el discurso de la psicología social académica: el de ?identidades sociales?.
Se trata de aquellos aspectos (a veces centrales) de la imagen y la valoración de sí mismos que adquieren los miembros de cualquier agrupamiento humano por el hecho de reconocerse como incluidos en él. Pero importa advertir que ese grupo ?cualesquiera sean los criterios de categorización que se le apliquen: objetivos, caprichosos o fortuitos? sólo adquiere existencia social en tanto se da un nombre o lo recibe e incorpora; nombre por el que se diferencia de otro(s) agrupamiento(s) designados como existentes por el mismo acto de denominación, que opera ineludiblemente por contraposición.
Sin embargo, la instauración de identidades sociales genera efectos que no son meros ?juegos de lenguaje?. Esas identidades toman como pretexto distinciones que van desde las más genéricas hasta las más particulares y minúsculas. Algunas pueden parecer extravagantes fuera del contexto en el que tienen o tuvieron vigencia y quizá sea más desolador que asombroso el que por causa e ellas se hayan podido dar, y se den, innúmeros conflictos, luchas, guerras. Pues lo fatal de estas oposiciones identitarias ?auténtica ?fatalidad del significante?? está en que sólo un nombre que nos distingue de otros y el correlativo nombre de esos ?otros?, contrapuesto al que identifica al ?nosotros? en cuestión, pueda convocar una tan desesperada necesidad de ser algo que estemos dispuestos incluso a matar o morir en aras de esa diferenciación. A los ?otros? del caso irá a parar (literalmente pro-yectada) esa miserabilidad universal de nuestra condición humana, de la que es tan tentador pretender escapar a través de la celebración del hecho de no ser uno de ?ellos? sino de ser ?nos-otros?. (Obsérvese, de paso, que en nuestra lengua, y quizá sólo en ella con semejante claridad, el propio-ser colectivo queda identificado por la circunstancia de ser-otros en relación con todo lo innominado -¿ignominioso??que queda así ubicado fuera del centro que el pro-nombre instala; lo que en primer lugar se operó seguramente con respecto a un rotundo ?vos-otros?, pero no quedó allí.)
Esta propensión casi inexorable de los agrupamientos humanos fue atribuida por Freud a lo que él llamó ?narcisismo de las pequeñas diferencias?. Los lugareños de cualquier comarca suelen dirigir sus enconos más fieros contra la aldea vecina; en odiar a muerte a otros fanáticos, los del club más cercano; en el Imperio Bizantino, durante siglos se enfrentaron con ensañamiento minucioso ?amarillos? y ?azules? (o, según Montesquiuieu, ?azules? y ?verdes?), sin que se pueda discernircosa objetiva alguna que haya servido de fundamento para esas guerras intestinas, fuera de una mera, una casi pura diferencia entre significantes ?vacíos?.
Cuando la dramática de las identidades sociales se modula en términos de ?identidades nacionales?, nos encontramos con parecido juego de rivalidades imaginarias. Durante siglos, en Europa, cultivaron su hostilidad franceses y alemanes, españoles y portugueses, ingleses y españoles, franceses e ingleses, rusos y polacos, polacos y alemanes, eslavos del Sur (yugoslavos) y turcos, turcos y griegos; y la enumeración podría proseguir, incluyendo también regiones, Estados y etnias de Africa y de Asia. La nacionalidad, por otra parte, es una de las ?identidades sociales? más pregnantes, central para la mayoría de la gente. En un test en el que se le pide al sujeto que enuncie veinte frases que den cuenta de lo que él o ella ?es?, figura habitualmente entre las primeras características con las que la persona ?se identifica?.
En América, con sus relativamente nuevas identidades nacionales, se complica el cuadro general de hostilidades posibles por la continuidad de los odios de Europa y la emergencia de otros nuevos. Sin embargo, en la América llamada latina se verifica un fenómeno singular que obliga a darle un nuevo sesgo a la teoría de las identidades sociales. En todos nuestros países, con la excepción de Brasil, y tal vez de Cuba, se observa que la imagen del propio país es negativa en comparación con la de otros, incluso con la de otros países latinoamericanos. Esta tendencia nuestra a la autodenigración, que muestran investigaciones comparadas, ha sugerido la noción de ?identidades sociales negativas?.
Habría que reflexionar sobre las razones históricas que condujeron a que esta calamidad se instale entre nosotros, especie de enfermedad psicosocial que produce estragos incalculables. Seguiríamos al hacerlo la huella abierta por el pensamiento de autores tan diversos como Agustín Alvarez, Frantz Fanon, Arturo Jauretche, Octavio Paz, Ignacio Martín-Baró y otros que discurrieron sobre los efectos subjetivos del colonialismo y la dependencia cultural. Pues en este contexto ?se aprende ?como escribe la psicóloga venezolana Maritza Montero? que se es descalificado exteriormente y se aprende a aceptar dicha consideración?. Hay que agregar que el deterioro continuo de las condiciones materiales de vida en la mayoría de los países de este Sur, y en particular entre nosotros, tiene que reforzar la tendencia a una opinión peyorativa.
Resulta de todo ello, en fin, lo que podríamos llamar, con alguna torpeza, un imaginario compartido de inferioridad. Lo que equivale a decir que asistimos a lo que acontece en el resto del mundo desde un lugar de menoscabo, no sólo político y económico sino también cultural. El resentimiento que de allí necesariamente se deriva quizá explique en parte, más allá de cualquier consideración razonada que las justifique o no, reacciones colectivas como las de abril del ?82 o como las descriptas al comienzo de esta nota, cuando la televisión demostraba que no existen ?otros? tan poderosos como para que ningún daño los alcance. (Lo que no deja de ser una forma tortuosa y precaria de reivindicar este nos-otros contrariado en el que solemos reconocernos...)

* Psicoanalista. Profesor titular de Psicología social en la UBA.



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